miércoles, 1 de octubre de 2014

EL MITO DE LA CIGÜEÑA

Desde la terraza de mi casa, en tierra de cigüeñas, las contemplo de madrugada en sus nidos y luego en posaderos soleados, en los vértices de los tejados altos o en las antenas de televisión, en milagroso equilibrio sobre sus delgadas patas rojas. Allí se calientan impasibles enderezando su alta figura como quijotescas aves blanquinegras. Pronto emprenden el vuelo hacia los comederos en las orillas del rio y los campos de labranza. Sus largos picos rojos atrapan pececillos y ranas en la ribera o penetran la tierra buscando lombrices; en los campos, capturan insectos y pequeñas alimañas. Así pasan el día hasta el oscurecer, cuando regresan a sus asentamientos. Otra vez enderezan su figura en los posaderos, como si contemplaran serenas sus dominios, hasta que a la hora del sueño se instalan en los grandes nidos y duermen sobre una de sus largas patas, la otra plegada dentro del plumaje para conservar el calor, el cuello recogido sobre la espalda de semejante guisa.


Hace algunos días, al final del verano, volvieron de los campos en gran cantidad, todas juntas, sobrevolando la ciudad a gran altura. Planeaban con elegancia describiendo amplios círculos y finalmente se fueron posando en unos tejados altos. Conté más de treinta y se las veía muy inquietas, como si tramaran algo. No se instalaron en sus nidos y la noche las acogió en los tejados. De madrugada habían desaparecido dejando un enorme vacío en la pequeña ciudad. Habían emprendido su migración hasta el África subsahariana, después de muchos meses de plácida vida instaladas en los campanarios de las iglesias, habiendo entretanto incubado, criado y visto crecer a sus polluelos. Les bastó un breve ejercicio de vuelo de altura sobre la ciudad para emprender su aventura anual, atravesando las tierras de España hasta el estrecho de Gibraltar, volando de día y recorriendo cada jornada varios cientos de kilómetros sin demasiado esfuerzo. Gracias a las corrientes térmicas ascendentes producidas por el suelo calentado durante el día, y gracias a sus amplias alas batiendo lentas y majestuosas, las cigüeñas son empujadas a las alturas, dejándose caer después planeando en vuelo ligeramente inclinado hasta volver a elevarse otra vez . Pero la ruta es larga y a veces hay que hacer mucho esfuerzo cuando las térmicas son débiles o no existen, como sobre el mar, por lo que las cigüeñas jóvenes son las más propensas a lanzarse a la aventura mientras que las viejas prefieren quedarse en el sur de la península o incluso en sus nidos de cría durante todo el año. Son tristes las cigüeñas viejas, solitarias en los nidos, soportando el frío y la lluvia, esperando que llegue otra vez la primavera.
 
La llegada de las cigüeñas es el anuncio de la primavera, de la vida renaciendo. Llegan cuando empiezan a florecer los almendros, haciendo juego con su blancura. Son aves tranquilas, contemplativas, que viven junto al hombre como si fueran domésticas. No cantan pero tabletean el pico haciendo un ruido característico de carraca de variados tonos y cadencias. Son atentas cuidadoras del nido y la prole, emparejándose frecuentemente de por vida y empollando los huevos por turno, de la misma manera que atienden a la alimentación de las crías. Son sin duda parejas ejemplares. Nuestro país alberga más del noventa por ciento de todas las cigüeñas europeas, y por eso no es apropiado para nosotros el mito infantil moderno de que los niños vienen de París transportados en el pico por las cigüeñas, ya que son muy pocas las que nos llegan de allí, y llegan en otoño, de regreso a África. Lo más probable es que el mito tenga origen en el norte de Europa, al que llegarían en primavera las cigüeñas procedentes del valle del Sena, revestidas de resonancias románticas de la Ciudad de la Luz. Francia ostenta además un índice de natalidad superior al resto de países europeos en la ruta migratoria de las cigüeñas, por lo que la leyenda está llena de sugerencias. Tampoco hay que ignorar el simbolismo freudiano fálico de su rojo y largo pico, que recuerda la nariz de Pinocho.
Pero el mito tiene raíces muy antiguas. Muchos pueblos, como los egipcios, griegos y romanos, o los pueblos germánicos, han considerado sagradas a las cigüeñas, protectoras de la pareja, el embarazo y los recién nacidos. Esta tradición que las relaciona con los niños fue incorporada y desarrollada por Hans Christian Andersen en un cuento en el que la cigüeña madre explica a sus cigoñinos: "Sé dónde se halla el estanque en que duermen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos sueñan allí cosas tan bellas como nunca más volverán a soñarlas... ". En alas del cuento, el mito se extendió por toda Europa y el mundo.
La utilidad del mito infantil se centra en la explicación puritana de la maternidad a los niños, que reclaman alguna explicación de tan insólito hecho. Hoy ya se explica a los infantes, en la medida de su capacidad cognitiva, la realidad biológica del asunto. Que el niño esté en la tripa de la mamá lo acaban entendiendo porque es evidente su tamaño, pero todo eso de la semillita que va creciendo y acaba convirtiéndose en un bebé les resulta  demasiado extraño y truculento, más que el cuento de Andersen. Es más sencillo y gratificante para el alma el mito que la ciencia.



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