lunes, 27 de abril de 2015

TÍTULOS PARA NO LEER EL LIBRO

Escribir un buen título es un arte cuyo poder actúa en el inconsciente despertando sugerencias. Un buen título puede considerarse como un microrrelato que resume una historia extensa y predispone a su lectura. Pero no todos los títulos poseen esta cualidad, y de hecho hay títulos de obras clásicas muy sencillos, un simple nombre propio o común como “Hamlet”, “Romeo y Julieta”, “Los miserables”  o “El jugador”. Otros son descriptivos de la trama, como “El laberinto de la soledad” de Octavio Paz, “La insoportable levedad del ser” de Kundera o “Alicia en el país de las maravillas” de Lewis Carroll. Algunos son poéticos y sugerentes, y entran en la categoría de los buenos títulos mencionados al principio, como “Las flores del mal” de Baudelaire o “Los árboles mueren de pie” de Casona. Hay otros, sin embargo, que buscan sugerencias no literarias, la mayor parte de las veces con descarada intención comercial. Son libros recientes, inmersos en la actual cultura del entretenimiento banal, y es recuente en ellos el deseo de llamar la atención usando expresiones absurdas, metáforas mal construidas, lenguaje cotidiano y frases hechas que buscan la complicidad con un lector poco exigente. Y con tales mimbres se acaban perpetrando títulos que son para echarse a reír… o a llorar. En cualquier caso, para no leer el libro. Veamos algunos ejemplos:

LA PIRÁMIDE INMORTAL, de Javier Sierra. Tendremos que dar por sentado que todas las pirámides son mortales y lo excepcional de la historia es que trata de una pirámide que no lo es. Aunque en realidad el asunto va de Napoleón, que pasa unas horas aislado dentro de la pirámide y es llevado por fuerzas esotéricas a elegir entre seguir siendo mortal o acceder a la inmortalidad. ¡Toma ya! Si al menos el título fuese “La pirámide de la inmortalidad”  se podría perdonar al autor el título (sólo el título).

LA VOZ INVISIBLE, de Gisela Pou. Yo creía que todas las voces eran invisibles, que sólo eran audibles, pero la autora intenta una metáfora desafortunada para hablar de las enfermeras, esos seres a menudo invisibles o desapercibidos que tanto bien hacen, sin embargo.

MI COLOR FAVORITO ES VERTE, de Pilar Eyre. Juego con el equívoco entre las palabras “verde” y “verte”, pero aparte de eso, uno no puede imaginar que ver a una persona querida pueda asimilarse a ver un color, por fascinante y favorito que sea. Que ya sabemos que los colores despiertan sentimientos, pero son demasiado suaves y ambientales como para compararlos con ver a una persona amada. Dicho en plata, que la protagonista prefiere ver a esa persona que a su color favorito (S.O.S.).

EL MAPA DEL CAOS, de Félix J. Palma. Bien, ahora sabemos que se puede encerrar el caos en un papel. Siempre se ha creído que el caos era algo inquieto y sin perfiles, algo esencialmente inestable y cambiante, pero parece que hay quien puede representarlo en un mapa y tenerlo controlado y congelado. Lo que sí podría hacerse es representarlo en video, de manera aproximada, como un gas compuesto por infinidad de partículas en movimiento desordenado y constante. En fin, no merece la pena leer el libro entero para intentar indultar la fallida metáfora. Aunque pensándolo mejor, quizás el título alude al maremágnum de la trama, a un auténtico caos de argumento y personajes, cuyo mapa es sin duda el propio libro.

DIOS NO TIENE TIEMPO LIBRE, de Lucía Etxebarría. Cualquiera sabe a qué alude el título, como no sea que Dios pasa de esta comedia de enredo, de mentiras y apariencias, todo un embrollo entre personajes, sentimientos e intereses.

COMIENDO SONRISAS A SOLAS, de Tadea Lizarbe. Difícil habilidad esa de comerse la sonrisa, supongo que es morderse los labios para evitar sonreír, en un ejercicio ambivalente de placer-dolor intimista. Pues muy bien, el que te entienda que te compre.

EL CORDERO CARNÍVORO, de Agustín Gómez Arcos. Dramática metáfora para aludir a una relación incestuosa entre dos hermanos varones. ¡Horror! No consigo imaginarme a un cordero comiendo pajaritos o topillos.

PERDONA PERO QUIERO CASARME CONTIGO, de Federico Moccia. Paradigma de los títulos escritos con habla simplona y letra infantil, destinados a un público adolescente. Y sin embargo, todo un éxito de ventas millonarias y sintonía con el público juvenil, lo cual no quita para ser un mero fenómeno comercial al uso, en este caso de tipo romántico y pastelero.

MÚSICA PARA FEOS, de Lorenzo Silva. Existe música para jóvenes, para ancianos nostálgicos, para niños, etc., pero es una novedad la música para feos, y se supone que debería haber una música para guapos, siendo lo normal una música para gente de belleza media. Es difícil encontrar una justificación del título  que no sea un señuelo sin sentido para llamar la atención.

ASÍ EMPIEZA LO MALO, de Javier Marías.  Dan ganas de preguntarle a J.M. a qué malo se refiere, porque la frase no significa nada si no hay un referente concreto. Es semejante a decir “al gato le molestaba la presencia ” u otras muchas frases sin sentido en sí mismas.  Claro que indagando en las confusas tramas a que nos tiene acostumbrados el autor, que con mucha frecuencia nos sumen en el sopor y el abandono de la lectura, sospechamos que lo malo se refiere al libro, que empieza así, con ese título malo. 

domingo, 19 de abril de 2015

LEÓN COME GAMBA


Claro sucesor de la autora del casi olvidado fenómeno del Ecce Homo de Borja, por su impacto mediático, regocijo y ludibrio del personal ocioso y posmoderno de nuestros días, el joven de 18 años y concursante de Master Chef, Alberto, ha protagonizado un inesperado suceso que ha puesto en entredicho el mecanismo del que ha resultado ser otro concurso típico más, disfrazado en este caso de cultura gastronómica. Porque en él se han utilizado los mismos recursos y artimañas que buscan conseguir audiencia por encima de cualquier otro valor. Así, desde el principio de esta edición, se dio protagonismo al peculiar concursante, muy amanerado, que no podía dejar de llamar la atención con su afeminamiento y tontería. Después de algún éxito con sus decorativos "emplatados", fue expulsado bruscamente y sin deliberación por su plato “león come gamba”, una patata decorada, que desde su mentalidad pueril y desconectada de la realidad debió parecerle ingenioso. El jurado, sin embargo, lo consideró, o simuló considerarlo para armar  escándalo y levantar la audiencia, como una tomadura de pelo, como una ofensa a sus personas  y al resto de concursantes que se afanaban en sus creaciones de alta cocina. El pobre Alberto, con su emotividad de niña de cinco años, ingenua víctima utilizada por el programa, acabó sumido en sollozos incontenibles en brazos de la juez femenina, Samantha.

No es que el muchacho sea tonto, al menos intelectualmente, ya que es estudiante de medicina y probablemente se licenciará como médico, pero su sensibilidad hipertrofiada parece hacerle vivir en un mundo paralelo. Y a eso se han agarrado los genios de la cocina de Master Chef para exacerbar los ánimos, para sembrar polémica, sin tener en cuenta la delicada personalidad del concursante y el drama que supuso para él tomar conciencia repentinamente de su ridículo. Claro que a la larga quizás le sea útil el  escarmiento.

Esto de la hipersensibilidad está de moda en estos tiempos de "pensamiento débil", y sentimiento débil tambien, y se hizo evidente en los medios cuando aparecieron, años atrás, los concursos del Gran Hermano. En este concurso tenemos también a un campeón de karate al que se le saltan las lágrimas al menor descuido, y parece que eligieran a los concursantes para hacer contrapunto con la inflexibilidad y dureza estudiadas de los jueces, que exhiben un  autoritarismo de formas que raya a veces en la mala educación y el maltrato. Pero ese es el juego, el juego del sometimiento del concursante. El espectáculo a costa de los ingenuos aspirantes a cocineros es lo que manda, todo sea por el rating.

miércoles, 8 de abril de 2015

LITERATURA GRATIS: UNA REVOLUCIÓN PENDIENTE

En un artículo anterior, “La ecuación perversa del mercado”, vimos como la búsqueda del máximo beneficio económico de las empresas editoriales ha conducido, por medio del marketing, a la difusión de una literatura mediocre y a su imposición como referencia de calidad y objeto privilegiado de consumo.

Ahora, intentaremos encontrar una solución distinta de aquella ecuación que llamamos perversa y que establecía como valor de partida de una de sus variables el máximo beneficio editorial. La ecuación era una función de tres variables: beneficio editorial, calidad literaria y coste del marketing. Veíamos que una obra inédita de poca calidad que excitara las pulsiones más básicas del público, fácil de encontrar entre la inmensidad de autores que sueñan con escribir best-sellers y hacerse millonarios, acompañada de una inversión grande en publicidad, producía un gran volumen de ventas y por tanto unos ingresos substanciosos para la editorial, a pesar de un precio de venta contenido para un tocho de mil páginas.

Supongamos ahora que el precio de venta hay que disminuirlo de manera drástica debido a la competencia, y con él el beneficio de la editorial, que tendrá que reducir los costes de publicidad al máximo (se incluyen aquí los famosos y sustanciosos premios amañados), lo que a su vez disminuirá el volumen de ventas. Se acabó el negocio editorial, se acabó el sueño de los escritores que aspiraban a ser millonarios escribiendo best-sellers, se acabó la calidad literaria pésima que excitaba las pulsiones más primitivas de los lectores, se acabó la literatura de usar y olvidar. ¿Quién escribiría entonces?

Un primer efecto de establecer a mínimos la variable precio en la ecuación del mercado es que disminuirá drásticamente el número de escritores, quedando en activo sólo aquellos que escriban por pura vocación literaria, a pesar de cualquier condición del mercado, a pesar de tener que buscarse la vida por otra parte. Quedarán sólo aquellos para los que escribir es algo que hay que hacer a pesar de todo.

Disminuiría así considerablemente el número de obras escritas y sería fácil encontrar las más valiosas, bien en las librerías o mediante el boca a boca. No haría falta el marketing, sirviendo de orientación la crítica especializada también vocacional y no retribuida (por las editoriales).

¿Para qué sirve tener en el mercado miles de libros casi clonados que se reparten la ignorancia y los euros de los lectores?  En España, el número de libros nuevos que se publican cada año es de alrededor de 50.000. ¿Es que alguien podría leerlos aunque empleara toda su vida? De ellos, ¿cuáles merecerían ser indultados de la hoguera? Quizás 100 y ya me paso. El resto no añaden nada a la cultura y sólo sirven para engrosar una poco más el negocio editorial.

En el siglo de oro español, aquel tiempo de esplendor literario, ¿cuántos libros se publicaban al año? No más de 50, y sin embargo entonces surgieron autores como Cervantes, Quevedo o Lope, que no nadaron en la abundancia precisamente debido a sus obras.

Pero por mucho que se quiera disminuir el precio de los libros, ahí están los costes editoriales y un mínimo de remuneración para las empresas que los producen. Claro que hoy se puede recurrir a la edición digital, prácticamente gratis. Aquí está el arma que permite invertir la ecuación perversa del mercado. Si hay autores que publican gratis en digital, por el mero placer de difundir sus obras, la gente renunciará a leer otras obras en papel, e incluso en digital con precio relativamente alto, si la diferencia de calidad no es muy grande. En cualquier caso, los precios irán a la baja de manera importante. Siempre le quedará a las editoriales el pequeño negocio de reeditar libros de lujo para regalo, para los coleccionistas o fetichistas del libro. Todavía se fabrican mecheros de lujo aunque existan las cerillas.

La conclusión de este artículo es que hay que retirar del mercado a aquellos autores que especulan con ganar dinero, los ministros del best-seller, los que venden millones de ejemplares. No será fácil porque el campo literario está sembrado con mala hierba por las editoriales, con la hierba del entretenimiento banal y la insignificancia. La revolución cultural que devolverá la calidad y el valor a la literatura tiene que pasar por un movimiento de escritores que puedan autopublicarse gratis y escriban por mera vocación, por necesidad de expresarse y de crear, alentados en el peor de los casos por esa farsante llamada fama, que prefiero llamar reconocimiento público y que mantendrá en forma su capacidad creativa. Es la ley de la demanda: si hay suficiente oferta gratis, los precios caerán sin remisión y las editoriales verán acabarse su negocio. En esa revolución jugará un papel de primer orden la crítica desinteresada, vocacional también, que encuentra su razón de ser en descubrir para el público aquellas obras que enriquecen el acervo cultural. Habría que dar forma en las redes sociales a ese movimiento cultural revolucionario de autores y críticos altruistas, de manera que los lectores acudieran a su espacio para informarse y descargar sus libros.

Para los idealistas que pensamos que la cultura es un patrimonio común –pues incluso el creador no parte de la nada, sino de toda la obra anterior a él–, el negocio editorial no puede parecernos sino inmoral. Tampoco creemos que el acicate económico puede mejorar la creatividad del autor; al contrario, le empujará a una mayor producción pero de peor calidad. No hay más que ver tantas obras de autores reconocidos que nunca alcanzan el nivel de aquella que les hizo famosos, y que siguen medrando a costa de aquel dicho: “hazte famoso y échate a dormir”.