 Escribir es para muchos una necesidad vital, y no me refiero
a pretender vivir de ello, que también de eso hay mucho aunque dé para poco. Es
la misma necesidad o instinto que hace cantar al pájaro en su jaula, aunque nadie
le oiga. Se canta y se escribe porque es necesario hacerlo para sentirse feliz.
Es escritor el que escribe por estímulos internos, sin más, y a los demás se
les podría llamar escribientes.  Se comienza
a sentir esa necesidad casi en la infancia o como muy tarde en la
adolescencia. Entonces se guardan celosamente los escritos, que suelen ser muy personales,
o se enseñan sólo de manera muy privada a familiares y amigos íntimos. En
esa edad, la magia de expresar y materializar lo interior satisface por
completo.
Escribir es para muchos una necesidad vital, y no me refiero
a pretender vivir de ello, que también de eso hay mucho aunque dé para poco. Es
la misma necesidad o instinto que hace cantar al pájaro en su jaula, aunque nadie
le oiga. Se canta y se escribe porque es necesario hacerlo para sentirse feliz.
Es escritor el que escribe por estímulos internos, sin más, y a los demás se
les podría llamar escribientes.  Se comienza
a sentir esa necesidad casi en la infancia o como muy tarde en la
adolescencia. Entonces se guardan celosamente los escritos, que suelen ser muy personales,
o se enseñan sólo de manera muy privada a familiares y amigos íntimos. En
esa edad, la magia de expresar y materializar lo interior satisface por
completo.
Cuando el escritor se lanza a publicar sus escritos, ya se
ha despertado en él esa otra necesidad de ser reconocido, valorado, de dar el
salto de no ser nadie para los demás a ser importante. ¡Ay qué mala edad!, esa de
la inseguridad en nuestro propio valor, esa de la necesidad de que otros
confirmen que valemos para algo. Y ya estamos en la lucha engendradora de
éxitos y fracasos, la lucha interminable hasta el fin de nuestros días. El
fracaso nos amenaza siempre, en cualquier momento, en cualquier obra, rebajando
nuestra categoría conseguida tras algunos éxitos. 
Claro que algunos perseveran en mantenerse jueces de sí
mismos, en esa ascesis de la propia realización en solitario, si es que puede
llamarse solitario al que nutre su vida con la lectura de otros escritores de
calidad y difunde su trabajo entre un grupo de amigos amantes de la literatura. Ésa es una
buena referencia, mejor que el éxito comercial al uso. Basta contemplar los miles
de libros banales e intrascendentes que tientan al gran público con la  temática de moda. La araña comercial extiende
su tela por el medio y son pocos los que se libran de su trampa. Esto bastaría
para descalificar el éxito en nuestros días, hasta el punto de afirmar que el
escritor que triunfa es porque no tiene calidad, lo mismo que la media del
público que le lee. Pero no nos engañemos, hay escritores que consiguen aunar
la calidad con la devoción del público, aunque eso, además de escaso, no legitimiza
al éxito comercial como referencia.
Luego están aquellos que aún estando seguros literariamente de
sí mismos necesitan satisfacer ese impulso poco maduro de la vanidad, del ego.
Esos que aman la veneración de los demás: los autores de culto. ¡Cuánto trabajo
da ser autor de culto!, estar atento a los numerosos lectores para no defraudar
sus anhelos de erigirte en un mito; demasiado trabajo atendiendo entrevistas,
conferencias, correspondencia, saludos… Demasiado tiempo que podría haberse
dedicado a escribir, a crecer de verdad.  
Al final todo da igual, ser escritor en su jaula o
escritor de culto si la historia no te recuerda. Lo único que cuenta será
aquello de que nos quiten “lo bailao”. Y cada cual disfruta a su manera,
bailando o escribiendo.   
 
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