El otro día estuve en
una macro-tienda de deportes en busca de un accesorio que necesitaba para otros
fines no deportivos. Desde hace años mi deporte favorito consiste en caminar
por el campo, por lo que hacía mucho tiempo que no entraba en dichos establecimientos.
Mi sorpresa fue grande cuando me di cuenta de que no veía ningún tipo de aparato
para la práctica de deporte, y que todo lo que había a la vista era ropa
deportiva. Después de recorrer el establecimiento, conseguí descubrir algunos
rincones donde había raquetas de tenis, palos de golf, etc. ¡Cielos! –me dije–,
en mis tiempos juveniles lo que se
vendía en estos sitios eran principalmente aparatos de deporte, y la ropa era
algo secundario, pongamos que en proporción del 25%, ya que siempre podía uno
equiparse de cualquier manera, a expensas de lo que se tenía en casa y que
servía para cualquier deporte. Sin embargo, ahora veía que la proporción se
había invertido, y la ropa alcanzaba el 75 u 80 %, haciendo ver que eso era lo
esencial para hacer deporte. Los tiempos cambian –pensé– y a lo mejor hacer
deporte consiste actualmente en vestirse de deportista, cuanto más adecuadamente
mejor. Después de todo, la imaginación es lo que cuenta, y la misma fantasía se
ponía antes manipulando torpemente una raqueta de tenis hasta creerse un
campeón, que disfrazándose ahora de Nadal para exhibirse en la cancha. Claro que al
menos antes se hacía ejercicio duramente al esforzarse en darle a la pelota,
mientras que la exhibición actual de vestuario quema muy pocas calorías.
No es de extrañar, vivimos tiempos donde lo que prima es la
apariencia, la imagen, y por lo menos en foto se da muy bien la talla de
deportista. Si a esto se une la afición desmesurada por la ropa, pues ya
tenemos el resultado. Esto de la
adicción a la ropa es posible que haya existido siempre entre las clases adineradas,
pero su popularización debido a la confección industrializada por tallas es algo nuevo que ha prendido como la pólvora
y propiciado el culto a la imagen al alcance de todo el mundo.
El poder de la imagen, el engaño de la imagen, ese truco
eterno de la apariencia que practican desde los insectos hasta los mamíferos pasando
por todas las jerarquías del reino
animal. ¿Cómo no habría de hacerlo el hombre también?
Dicen que el hábito no hace al monje, pero lo simula tan
bien que en estos tiempos donde todo se mueve al compás de la imagen, vale
igual ser o no ser; lo importante es parecerlo y en torno a ello se hacen los
negocios, se promueve el consumo, se
condicionan las conductas… y se
generan a la larga los desengaños.
Visto lo visto en la macro-tienda de ropa-deportes, me
reafirmo con tenacidad en mi deporte favorito: caminar por el campo vestido de
cualquier manera.
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