domingo, 13 de diciembre de 2015

CAUDILLOS, PRESIDENTES Y CIUDADANOS


Los que crecimos en la época franquista estábamos acostumbrados al soniquete ese de Caudillo, referido al personaje que dirigía entonces los destinos de la Patria a su buen parecer y entender. Caudillo, es decir, cabecilla político-militar, o militar-político para ser más exactos, que se alza contra el orden establecido considerado ineficiente o perverso, pretendiendo derrocarle. Un caudillo debía tener un poderoso carisma para que gran parte del pueblo le apoyara y debía tener también la llave del poder militar y económico para alcanzar sus propósitos. La era dorada de los caudillos se remonta a los umbrales de la historia, cuando personas excepcionales como Alejandro Magno, Gengis Kan o el Cid estaban iluminadas por una idea – hoy decimos que tenían conciencia de un destino– que danzaba confusa en el alma del pueblo sin conseguir alumbrarse. Un caudillo es por definición algo temporal, cuya misión está ligada a una guerra, revolución o cruzada, ganada la cual debe ceder el poder a una organización política bien definida y contrastada en la época. La época de los caudillos es pues la época de la precariedad de conciencia de un pueblo, que necesita que alguien con más luces le dirija. Nuestro “Caudillo” nunca debió atribuirse ese apelativo, y si lo hizo fue movido por una fantasía bélica infantiloide engordada en sus exitosas campañas de África. Debió usar escuetamente, dada su vocación de permanencia, el nombre de Jefe de Estado bajo un régimen de dictadura.

Los que se obcecan en volver al pasado, en volver a las trincheras de la memoria, deberían tomar conciencia de que la lucha tiene lugar ahora en un presente democrático donde la conciencia no es patrimonio de un líder, un cabecilla o dirigente carismático, sino de todo el pueblo, cada vez más armado con la información que las tecnologías de la comunicación ponen a su servicio. Hoy los líderes, por llamarles algo, no son carismáticos sino personas comunes sometidas al ojo de la crítica pública por sus hechos. Así es la democracia, el gobierno del pueblo, aunque, perezoso como es siempre el pueblo, delegue en su Presiente por unos cuantos años. Presidente, o sea, el que preside o dirige una junta, reunión o asamblea, que es la que realmente toma las decisiones. De Caudillo a Presidente va un largo trecho de descentralización del poder y la conciencia de la realidad, y más trecho queda todavía por recorrer hasta acabar con la ineficaz democracia representativa, nido de corrupción, demagogia y desfachatez. Hoy día ser político es sinónimo de ser demagogo, y no hay más que escuchar los mítines electorales para abochornarse de la sarta de verdades a medias, de trampas argumentales o promesas imposibles que se dirigen a los miembros del propio partido con el único objeto de exaltarles y poder salir en televisión  para captar una parte de votos del alto volumen de indecisos, que ya pasan casi de todo a la vista del desencantado panorama político.

La política debe estar directamente en manos del ciudadano, y para ello hace falta crear corrientes de información soportadas en las nuevas tecnologías que permitan el sufragio directo y universal en la mayoría de los asuntos. El ciudadano dejará de ser un individuo observador al que se le consulta cada cuatro años y pasará a convertirse en todo momento en agente activo y responsable político. Parece una utopía pretender resucitar en nuestro tiempo la democracia ateniense, asamblearia, en la que todos los ciudadanos podían votar de manera directa. Pero aunque hacerlo en asamblea pública, a mano alzada como lo hacían ellos, resulta imposible ya, las tecnologías de la comunicación permiten llevarlo a cabo de manera rápida y efectiva. ¿Qué menos que convocar treinta o cuarenta asambleas virtuales al año, como ellos las convocaban físicamente, para decidir sobre los diferentes asuntos que afectan a la marcha de la sociedad? Sociedad aquella de ciudadanos que ostentaban directamente el poder servidos por meros administradores o funcionarios.  

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