Ahora, intentaremos encontrar una solución distinta de
aquella ecuación que llamamos perversa y que establecía como valor de partida
de una de sus variables el máximo
beneficio editorial. La ecuación era una función de tres variables:
beneficio editorial, calidad literaria y coste del marketing. Veíamos que una
obra inédita de poca calidad que excitara las
pulsiones más básicas del público, fácil de encontrar entre la inmensidad
de autores que sueñan con escribir best-sellers y hacerse millonarios,
acompañada de una inversión grande en publicidad, producía un gran volumen de
ventas y por tanto unos ingresos substanciosos para la editorial, a pesar de un
precio de venta contenido para un tocho de mil páginas.
Supongamos ahora que
el precio de venta hay que disminuirlo de manera drástica debido a la
competencia, y con él el beneficio de la editorial, que tendrá que reducir
los costes de publicidad al máximo (se incluyen aquí los famosos y sustanciosos
premios amañados), lo que a su vez disminuirá el volumen de ventas. Se acabó el negocio editorial, se acabó
el sueño de los escritores que aspiraban a ser millonarios escribiendo
best-sellers, se acabó la calidad literaria pésima que excitaba las pulsiones
más primitivas de los lectores, se acabó la literatura de usar y olvidar. ¿Quién escribiría entonces?
Un primer efecto de establecer a mínimos la variable precio
en la ecuación del mercado es que disminuirá drásticamente el número de
escritores, quedando en activo sólo aquellos que escriban por pura vocación
literaria, a pesar de cualquier condición del mercado, a pesar de tener que
buscarse la vida por otra parte. Quedarán sólo aquellos para los que escribir
es algo que hay que hacer a pesar de todo.
Disminuiría así considerablemente el número de obras
escritas y sería fácil encontrar las más valiosas, bien en las librerías o mediante
el boca a boca. No haría falta el marketing, sirviendo de orientación la
crítica especializada también vocacional y no retribuida (por las editoriales).
¿Para qué sirve tener en el mercado miles de libros casi
clonados que se reparten la ignorancia y los euros de los lectores? En España, el número de libros nuevos que se
publican cada año es de alrededor de 50.000. ¿Es que alguien podría leerlos
aunque empleara toda su vida? De ellos, ¿cuáles merecerían ser indultados de la
hoguera? Quizás 100 y ya me paso. El resto no añaden nada a la cultura y sólo
sirven para engrosar una poco más el negocio editorial.
En el siglo de oro español, aquel tiempo de esplendor
literario, ¿cuántos libros se publicaban al año? No más de 50, y sin embargo entonces
surgieron autores como Cervantes, Quevedo o Lope, que no nadaron en la
abundancia precisamente debido a sus obras.
Pero por mucho que se quiera disminuir el precio de los
libros, ahí están los costes editoriales y un mínimo de remuneración para las
empresas que los producen. Claro que hoy se puede recurrir a la edición digital, prácticamente gratis. Aquí está el arma
que permite invertir la ecuación perversa del mercado. Si hay autores que
publican gratis en digital, por el mero placer de difundir sus obras, la gente
renunciará a leer otras obras en papel, e incluso en digital con precio relativamente alto,
si la diferencia de calidad no es muy grande. En cualquier caso, los precios irán a la baja de manera importante.
Siempre le quedará a las editoriales el pequeño negocio de reeditar libros de
lujo para regalo, para los coleccionistas o fetichistas del libro. Todavía se
fabrican mecheros de lujo aunque existan las cerillas.
La conclusión de este artículo es que hay que retirar del
mercado a aquellos autores que especulan con ganar dinero, los ministros del
best-seller, los que venden millones de ejemplares. No será fácil porque el
campo literario está sembrado con mala hierba por las editoriales, con la
hierba del entretenimiento banal y la insignificancia. La revolución cultural
que devolverá la calidad y el valor a la literatura tiene que pasar por un
movimiento de escritores que puedan autopublicarse
gratis y escriban por mera vocación, por necesidad de expresarse y de crear,
alentados en el peor de los casos por esa farsante llamada fama, que prefiero
llamar reconocimiento público y que mantendrá en forma su capacidad creativa. Es
la ley de la demanda: si hay suficiente oferta gratis, los precios caerán sin
remisión y las editoriales verán acabarse su negocio. En esa revolución jugará
un papel de primer orden la crítica
desinteresada, vocacional también, que encuentra su razón de ser en
descubrir para el público aquellas obras que enriquecen el acervo cultural. Habría
que dar forma en las redes sociales a
ese movimiento cultural revolucionario de autores y críticos altruistas, de
manera que los lectores acudieran a su espacio para informarse y descargar sus
libros.
Para los idealistas que pensamos que la cultura es un patrimonio
común –pues incluso el creador no parte de la nada, sino de toda la obra
anterior a él–, el negocio editorial no puede parecernos sino inmoral. Tampoco
creemos que el acicate económico puede mejorar la creatividad del autor; al
contrario, le empujará a una mayor producción pero de peor calidad. No hay más
que ver tantas obras de autores reconocidos que nunca alcanzan el nivel de
aquella que les hizo famosos, y que siguen medrando a costa de aquel dicho:
“hazte famoso y échate a dormir”.
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