miércoles, 8 de abril de 2015

LITERATURA GRATIS: UNA REVOLUCIÓN PENDIENTE

En un artículo anterior, “La ecuación perversa del mercado”, vimos como la búsqueda del máximo beneficio económico de las empresas editoriales ha conducido, por medio del marketing, a la difusión de una literatura mediocre y a su imposición como referencia de calidad y objeto privilegiado de consumo.

Ahora, intentaremos encontrar una solución distinta de aquella ecuación que llamamos perversa y que establecía como valor de partida de una de sus variables el máximo beneficio editorial. La ecuación era una función de tres variables: beneficio editorial, calidad literaria y coste del marketing. Veíamos que una obra inédita de poca calidad que excitara las pulsiones más básicas del público, fácil de encontrar entre la inmensidad de autores que sueñan con escribir best-sellers y hacerse millonarios, acompañada de una inversión grande en publicidad, producía un gran volumen de ventas y por tanto unos ingresos substanciosos para la editorial, a pesar de un precio de venta contenido para un tocho de mil páginas.

Supongamos ahora que el precio de venta hay que disminuirlo de manera drástica debido a la competencia, y con él el beneficio de la editorial, que tendrá que reducir los costes de publicidad al máximo (se incluyen aquí los famosos y sustanciosos premios amañados), lo que a su vez disminuirá el volumen de ventas. Se acabó el negocio editorial, se acabó el sueño de los escritores que aspiraban a ser millonarios escribiendo best-sellers, se acabó la calidad literaria pésima que excitaba las pulsiones más primitivas de los lectores, se acabó la literatura de usar y olvidar. ¿Quién escribiría entonces?

Un primer efecto de establecer a mínimos la variable precio en la ecuación del mercado es que disminuirá drásticamente el número de escritores, quedando en activo sólo aquellos que escriban por pura vocación literaria, a pesar de cualquier condición del mercado, a pesar de tener que buscarse la vida por otra parte. Quedarán sólo aquellos para los que escribir es algo que hay que hacer a pesar de todo.

Disminuiría así considerablemente el número de obras escritas y sería fácil encontrar las más valiosas, bien en las librerías o mediante el boca a boca. No haría falta el marketing, sirviendo de orientación la crítica especializada también vocacional y no retribuida (por las editoriales).

¿Para qué sirve tener en el mercado miles de libros casi clonados que se reparten la ignorancia y los euros de los lectores?  En España, el número de libros nuevos que se publican cada año es de alrededor de 50.000. ¿Es que alguien podría leerlos aunque empleara toda su vida? De ellos, ¿cuáles merecerían ser indultados de la hoguera? Quizás 100 y ya me paso. El resto no añaden nada a la cultura y sólo sirven para engrosar una poco más el negocio editorial.

En el siglo de oro español, aquel tiempo de esplendor literario, ¿cuántos libros se publicaban al año? No más de 50, y sin embargo entonces surgieron autores como Cervantes, Quevedo o Lope, que no nadaron en la abundancia precisamente debido a sus obras.

Pero por mucho que se quiera disminuir el precio de los libros, ahí están los costes editoriales y un mínimo de remuneración para las empresas que los producen. Claro que hoy se puede recurrir a la edición digital, prácticamente gratis. Aquí está el arma que permite invertir la ecuación perversa del mercado. Si hay autores que publican gratis en digital, por el mero placer de difundir sus obras, la gente renunciará a leer otras obras en papel, e incluso en digital con precio relativamente alto, si la diferencia de calidad no es muy grande. En cualquier caso, los precios irán a la baja de manera importante. Siempre le quedará a las editoriales el pequeño negocio de reeditar libros de lujo para regalo, para los coleccionistas o fetichistas del libro. Todavía se fabrican mecheros de lujo aunque existan las cerillas.

La conclusión de este artículo es que hay que retirar del mercado a aquellos autores que especulan con ganar dinero, los ministros del best-seller, los que venden millones de ejemplares. No será fácil porque el campo literario está sembrado con mala hierba por las editoriales, con la hierba del entretenimiento banal y la insignificancia. La revolución cultural que devolverá la calidad y el valor a la literatura tiene que pasar por un movimiento de escritores que puedan autopublicarse gratis y escriban por mera vocación, por necesidad de expresarse y de crear, alentados en el peor de los casos por esa farsante llamada fama, que prefiero llamar reconocimiento público y que mantendrá en forma su capacidad creativa. Es la ley de la demanda: si hay suficiente oferta gratis, los precios caerán sin remisión y las editoriales verán acabarse su negocio. En esa revolución jugará un papel de primer orden la crítica desinteresada, vocacional también, que encuentra su razón de ser en descubrir para el público aquellas obras que enriquecen el acervo cultural. Habría que dar forma en las redes sociales a ese movimiento cultural revolucionario de autores y críticos altruistas, de manera que los lectores acudieran a su espacio para informarse y descargar sus libros.

Para los idealistas que pensamos que la cultura es un patrimonio común –pues incluso el creador no parte de la nada, sino de toda la obra anterior a él–, el negocio editorial no puede parecernos sino inmoral. Tampoco creemos que el acicate económico puede mejorar la creatividad del autor; al contrario, le empujará a una mayor producción pero de peor calidad. No hay más que ver tantas obras de autores reconocidos que nunca alcanzan el nivel de aquella que les hizo famosos, y que siguen medrando a costa de aquel dicho: “hazte famoso y échate a dormir”.

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