Pero es que la misma suerte han corrido sus ilustres
coetáneos del siglo de Oro, Lope de Vega, Quevedo y Calderón. Sus restos
sufrieron múltiples peripecias y traslados, destrucciones e incendios en la
Guerra Civil, acabando en osarios mezclados con otros restos y no siendo
posible identificar más que unos pocos huesos en el mejor de los casos.
No cabe duda de que levantar una tumba al Príncipe de los
Ingenios hubiese sido un orgullo para nosotros y motivo de visita por los
visitantes de cualquier país, como lo es la tumba de William Shakespeare en la Holy Trinity Church de Stratford-upon-Avon, quien
por cierto fue enterrado apenas un mes después que Cervantes. Pero ya se sabe
que los ingleses son mucho más cuidadosos con su historia y su legado. A nosotros
nos puede el abandono, la incultura y el afán destructivo, aunque luego se nos
despierte el orgullo y queramos levantar monumentos a lo que ya se ha perdido.
Que se vaya ya la alcaldesa, que se aplace cualquier
intento de inaugurar urnas y monumentos hasta que, si fuera posible, a costa de
mucho dinero, se puedan identificar fehacientemente los huesos del escritor. Y
siempre nos quedará el sinsabor de que se ha perdido definitivamente el lugar
exacto donde fue enterrado. Shakespeare sí ha permanecido en su sitio, e incluso
dejó en su epitafio una advertencia:
Buen amigo, por Jesús, abstente
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.
de cavar el polvo aquí encerrado.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y maldito el que remueva mis huesos.
Hay muchos
que se quejan aquí, en efecto, de andar removiendo los restos de Cervantes,
pero lo cierto es que ya los removió hasta la saciedad nuestra azarosa
historia. Ahora se trataría simplemente de identificarlos.
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