lunes, 30 de diciembre de 2013

LA MÚSICA DEL LENGUAJE

La escritura convierte en imagen el sonido de las palabras. Pero el origen de la expresión evolucionada está en el lenguaje oral. Pensamos con lenguaje silenciado, y eso simplemente por hacerlo en privado o porque no se conozcan nuestras intenciones; también porque así pensamos más rápido. Junto a las ideas, el sonido despierta emociones, y las emociones son el alma de la literatura. Aunque leamos con habla silenciada, las emociones asociadas a la sonoridad de las palabras y las frases llegan a nuestra mente por arte y magia de la estructura de nuestro sistema nervioso. Antiguamente se leía en voz alta, como hacen los niños que aprenden a leer, estableciendo una conexión profunda y personal con el autor, como si nos estuviera hablando. Más tarde, y por los mismos motivos que la manera de pensar, la lectura se volvió subvocalizada, silenciosa. Sólo la poesía, a veces, se lee en voz alta para extraer más vivamente las emociones que suscita.

En el mundo actual, sumergido en montañas de información que hay que asimilar, se ha impuesto la lectura rápida, consistente en interpretar las palabras sólo por su imagen escrita, como si no existiera su sonido, como si se tratara de un lenguaje de signos. Más aún, la prisa por extraer la información contenida en un texto nos hace prescindir de palabras secundarias como los artículos, preposiciones, adjetivos, e incluso de oraciones enteras que podemos considerar “paja”, para ir directos al“grano” del contenido. Y así, se desliza la vista por el texto de manera panorámica para captar esa esencia del contenido. Quizás ha llegado el momento de generalizar un lenguaje escrito de tipo taquigráfico, cosa que ya se apunta en las redes sociales y mensajerías de texto

Pero para disfrutar con plenitud del lenguaje escrito, siempre nos quedará la literatura. No sólo se crea arte con un buen argumento, con un estilo atractivo, con un ritmo de ideas que llene de armonía un relato o con una manera de exponer que provoque efectos sicológicos diversos en el lector, como la sorpresa, la reflexión o la participación en el relato. También se hace arte y se materializa lo anterior con una sabia elección fonética de las palabras, con el empleo de una sintaxis que construya melodías en base a sonoridades y pausas. La prosa tiene también su ritmo, su musicalidad, lo mismo que la poesía. Quizás se piense que eso es accesorio, artificial, que las emociones que despierta son gratuitas, pero si se ponen al servicio de la idea, de la narración, se convierten en arte. Y así podemos hablar de textos lentos o ágiles, ligeros o plomizos, alegres o melancólicos, etc.

La riqueza de expresión no debería sacrificarse al uso de una sintaxis demasiado estricta, sino que ésta debe dejar libertad para crear el ritmo de la prosa. Por eso, su papel debería limitarse al uso de unas reglas breves de interconexión de palabras y frases que hagan el conjunto inteligible, sin ambigüedades ni dudas, que permitan una lectura fluida y comprensible del texto sin tener que hacer relecturas e interpretaciones de sentido. No se puede ignorar, sin embargo, que las personas tienen distinto poder de captación de contenidos, y el número de palabras relacionadas que una persona retiene de una vez, sin necesidad de pausas, es variable. Hay escritores que usan frases muy cortas, como Azorín, y otros que las usan muy extensas, de varias líneas incluso, como Proust; algunos que hilvanan párrafos inmensos, de varias páginas, y otros que los utilizan de una sola oración. A fin de cuentas, eso pertenece al estilo del autor y al ritmo del texto. Para terminar con esto, no podemos olvidar que la sintaxis es cambiante a lo largo de los tiempos y que a veces se emplea de manera caprichosa y personal por algunos grandes autores. Otros, menos grandes, la usan deliberadamente para crear cierto grado de oscuridad y dificultad de entendimiento que hacen parecer sus textos más profundos.

Pero volviendo a la musicalidad del lenguaje, para terminar, su uso suele ser intuitivo, asociado al estilo personal, que busca una mayor o menor cadencia en cada texto o pasaje. Aunque puede hacerse consciente, manejarse con intención de varias maneras, ajustando los pies acentuales de las palabras en la frase o las alternancias entre frases cortas y largas, por ejemplo. Baste como muestra este ejercicio de prosificación de un poema de Vicente Martín, que subyuga con su melodía:

Cayó ahora la tarde, era otoño tan sólo hace un momento y no hay noches de otoño, sólo tardes, nostalgias de la tarde sobre estrellas como gotas de cristal. La taza de café, que ya no humea, se enfría al mismo ritmo con que avanzan el vacío y la tibieza. Detrás de mi ventana, sólo un órgano invisible destila un miserere. Y mientras tanto, aunque sé que tengo un llanto por llorar, beberé de esta suerte que aún me queda de otoños regalados, tomaré el incienso que se inmola cada día, como ofrenda, en el ara del ocaso.

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