Navidad, Navidad madrileña, las
aceras cubiertas de hojas del otoño tardío, algunas verdes aún, perezosas en
morir, desprendidas por el viento frío del invierno recién llegado. Las calles, inundadas
por el rio de ojos deslumbrantes de los coches, jalonadas en lo alto por
lienzos suspendidos de luces de colores, de racimos de uva rojos y dorados. Oh,
oh, brillan y destellan las gigantes geometrías de cristal de nieve que cubren
las fachadas del Corte Inglés, y más aún, hechiza con su magia ese árbol
inmenso de oro luminoso que se alza en el centro de la Puerta del Sol, igualando
en altura al famoso reloj de las doce campanadas. ¡Qué esplendor ese árbol
deslumbrante, cubierto de bombos de lotería en su superficie! Sí, son bombos de
lotería y no esferas terráqueas como la que corona la cúspide del árbol. Bombos
de lotería que invocan a la suerte. La Navidad es una invocación a
la esperanza, a la ilusión de que todo puede ser mejor, de que nos puede tocar
la lotería de la vida y no sólo la del día 22. En la del día 22 confían
ciegamente muchos que ignoran el cálculo de probabilidades, y hacen largas
colas ilusionadas ante la administración de la prestigiada Doña Manolita. En la
otra, quién sabe cuántos ni dónde hacen interminables colas.
Por unos días, el mundo se para, se
libera de su carga y las personas vuelven a ser plenamente humanas, aptas para
la felicidad y el amor. Es como si lo verdadero hubiese estado escondido,
sojuzgado, impedido. Y entonces resurge la fantasía y pensamos que es posible
la felicidad durante el resto del año.
Luego llega el sorteo y no toca, se muestra el feo rostro de la realidad, de
las confrontaciones, de los egoísmos y los problemas. Pero antes es Navidad,
sólo Navidad, es el nacimiento del hombre en su auténtica dimensión, pleno de entusiasmo.
Los mendigos de la Calle de
Preciados acentúan estos días sus papeles tan bien ensayados, como “el postrado”,
con la cabeza en el suelo escondida entre los brazos y sollozando
continuamente, el eco de su llanto surgiendo lastimero del hueco de su cuerpo
humillado; o “el manco”, manco total, desde la raíz de sus brazos en los
hombros, que agita fuertemente un vaso sujeto con la boca y con algunas monedas
dentro a la manera de sonajero. Lo agita con exigencia, con orgullo, con energía
que no cesa mientras grita sonidos ininteligibles, quejidos angustiosos de
impotencia, toda su voluntad puesta en los poderosos músculos de su cuello,
como otros la ponen en la fuerza de sus brazos. También los
mendigos están preñados de esperanza y actividad en estos días, confiando en
una generosa recaudación. El caudal de personas que fluye por las arterias
peatonales se entrevera con encuestadores de dos minutos, con repartidores de
propaganda, con gentes llegadas de cualquier provincia para hacer las compras
navideñas, ávidas de hacerse fotos con sus smartphones.
Es la Navidad. Hay quien dice que toda la ilusión de estas fechas
es falsa, que habría que pasar de ella, que es humo; pero si al menos somos
capaces de ser felices unos breves días, no se habrá perdido todavía la memoria
de la felicidad, la capacidad para el amor.
Feliz Navidad a todos.
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