jueves, 27 de diciembre de 2012

IBERIA, AMADA IBERIA

El otro día, por la tele, volvieron a decir en un reportaje que muchos portugueses desearían volver a formar parte de España, superando los resentimientos históricos, ya que pensaban que les iría mucho mejor económicamente. Y estoy convencido de que muchos más españoles estarían encantados también, a pesar de ser una carga penosa para nuestra economía. Hoy por hoy, los portugueses siguen siendo casi invisibles para los españoles, como ese pariente al que se ignora debido a conflictos de familia. Si no fuera por el dulce vino de Oporto y el también dulcísimo y nostálgico fado, no tendríamos a Portugal en nuestra memoria cotidiana.

El que salga esto a colación en esta época navideña, se debe sin duda a ese sentimiento de reconciliación familiar que estas fechas despiertan. Como contrapunto, los sentimientos separatistas catalanes actualmente exacerbados, que parecen devolvernos a aquella Edad Media en que comenzaron a formarse los reinos hispánicos a medida que se iban reconquistando los distintos territorios por las poblaciones cristianas. Pero primero los romanos, después los visigodos y finalmente los musulmanes, aspiraron y consiguieron la unificación de los territorios peninsulares. Fueron los romanos los que dieron a la península el nombre de Hispania, sustituyendo al anterior nombre griego de Iberia. En la Edad Media el nombre era más bien una denominación geográfica de la península, no empezando a utilizarse con intención política hasta la unión dinástica de los reinos de Castilla y León. A partir del descubrimiento de América, la identificación de lo español con lo castellano se va produciendo debido a la supremacía lingüística, económica y política del área castellana. El que los intereses centralistas castellanos hayan originado recelos y reclamaciones históricas en las poblaciones correspondientes a los reinos medievales periféricos, sólo sería justificable si se atiende a una concepción política que posteriormente se decantaría en el concepto de estado moderno, con funciones unificadas para todo el territorio abarcado.

Pero el hecho es que aquí estamos, con herencias sentimentales medievales todavía, vehiculadas por lenguas y culturas locales que se intentan mantener diferenciadas y reactivadas como seña de identidad frente al desencanto del presente, el eterno presente de todas las épocas, que salvo una empresa común vertebradora –como decía Ortega– siempre genera contestación e introversión en los sentimientos de la patria chica.

Esta connotación negativa de la idea y el nombre de “España” entre la periferia peninsular le hace desear a uno, en este tiempo de afectos navideños, una estructura de estado capaz de aglutinar con la suficiente independencia y autogobierno a todas las gentes y territorios, salvando lo común, que se quiera o no existe en forma de tradiciones, intercambios y costumbres ancestrales e históricas. Y sobre todo, salvando los sentimientos de unión entre unas gentes que han vivido, luchado y sufrido frente a retos y enemigos comunes llegados de fuera, en un amplio territorio con identidad peninsular bien definida en el continente europeo. Y hasta estaría uno, ingenuamente, dispuesto a volver a usar el inicial nombre griego de Iberia, tan amado, tan prerromano, que lograra englobar cómodamente bajo sus emociones a portugueses, catalanes y demás gentes, en una federación ibérica con sólidos enlaces a las comunidades “iberoamericanas” de ultramar. 

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