 De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, se dice.
Pero es bonito caminar mientras se mantiene la ilusión, porque sin ilusiones es muy
dura la existencia. Cuando la clase política padece una diarrea severa que contamina
todo lo que toca, se necesita un soplo de aire fresco que oree el ambiente. La
clase política, la casta que llaman los recién llegados “we can”, está inmersa
y obnubilada en su propia supervivencia, encerrada en su alcoba maloliente y
ajena al mundo de la calle.
De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, se dice.
Pero es bonito caminar mientras se mantiene la ilusión, porque sin ilusiones es muy
dura la existencia. Cuando la clase política padece una diarrea severa que contamina
todo lo que toca, se necesita un soplo de aire fresco que oree el ambiente. La
clase política, la casta que llaman los recién llegados “we can”, está inmersa
y obnubilada en su propia supervivencia, encerrada en su alcoba maloliente y
ajena al mundo de la calle.
Hay que atajar la infección, todo el mundo está de acuerdo,
pero no es fácil cuando el mal se ha hecho crónico. Y no bastan las buenas
intenciones, el posibilismo ingenuo de los recién salidos de la facultad que
estrenan bata blanca. Hay también mucha ambición en esos jovenzuelos dispuestos
a cambiar ciegamente lo que haga falta, incluso sus propios
planteamientos, para erigirse en jefes
de clínica. Tampoco ellos están libres de virus, pues han crecido en un
ambiente contaminado. Pero se les puede perdonar, porque si hay una cura del
mal, tendrá que provenir de ellos, o de sus buenas intenciones.
No es fácil sanear las instituciones de un país cuando el
cáncer de la corrupción se ha extendido por todas partes. Políticos, jueces,
banqueros, empresarios, religiosos, 
sindicalistas y otros más, han sido alcanzados en cierta proporción por
la metástasis.
La duda es si basta querer para poder, porque no hay cura
todavía para este ébola que es ya una epidemia. Ni siquiera, de momento, hay
vacuna.
 
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