
Pronto aprendí a usar la escopeta y a desarrollar precisión.
Recuerdo el día que estaba asomado al balcón de casa y le disparé a un gorrión
posado en los cables de la luz, encima de mí. Fue un tiro fácil. No se me
olvida el redondo y negro punto de mira de la escopeta centrado en el pecho gris
y esponjoso de plumas del gorrión. Disparé y el pajarito se quedó como
congelado, y aferrado todavía al cable, giró hasta quedar suspendido bocabajo. Luego
se soltó y cayó inerte al suelo. ¡Buen tiro!, me gritó un campesino que pasaba
por delante de casa subido en su carro. Bajé apresurado a la calle y recogí al
gorrión todavía caliente, temblando yo de emoción, sin saber si asustarme o
alegrarme en ese primer enfrentamiento con la muerte causada por mí. Cuando
llegó mi padre a casa, le estaba esperando excitado y tembloroso todavía, y le
enseñé la pieza cobrada. ¡Vaya, este chico va a ser un buen cazador!, exclamó
mirando a mi madre, que tampoco estaba segura de si alegrarse o entristecerse.
Había aprendido a matar y el camino era ya imparable.
Salíamos varios amigos a los alrededores y nos turnábamos con la escopeta en el
arte de abatir pájaros de los arboles, a veces cobrados ya muertos y otras
malheridos, que había que rematar golpeando su cabeza contra una piedra. Eran
trofeos de caza, certificación de nuestra puntería prodigiosa y nuestra
maestría de cazadores. Hasta tal punto nos invadía la pasión de abatir una
pieza, que le disparábamos a pajarillos pequeños de colores, esos que
llamábamos mosquiteros. Llegaba a casa todo ufano con una ristra de pájaros
diversos, muy puesto en mi papel de cazador. Había visto ese orgullo y ademán
en mi padre, cuando llegaba a casa con la canana repleta de perdices colgando. Pero
entonces me riñó, y me dijo que no le disparara a pajarillos pequeños, sólo a
gorriones.
A los diez años empecé a cazar perdices con escopeta de
cartucho, y me producía pánico el momento del disparo, el escandaloso ruido del
pájaro al saltar a volar y el estampido del arma que golpeaba en mi hombro
infantil con violencia. Pero había que aprender y aprendí, dominando el miedo y
disfrazando la muerte de triunfo. Eran tiempos de postguerra y hoy me pregunto si la caza era
entonces una válvula de escape para el odio y el ansia de matar acumulados en
los que habían participado en ella.
Desgraciadamente, hoy sigue habiendo
guerras, hoy se sigue matando, hoy sigue
actuando el odio profundo y ciego sobre el gatillo de los fusiles y las
pistolas. Hoy se sigue enseñando a los niños, en algunos lugares, a manejar
armas de guerra y de “defensa personal”. Sin embargo, la gran mayoría de los que conservamos la
fascinación por las armas, somos incapaces ya de volver a matar un gorrión. Ahora disparamos sólo a dianas de papel.
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