Los que crecimos en la época franquista estábamos
acostumbrados al soniquete ese de Caudillo, referido al personaje que dirigía
entonces los destinos de la Patria a su buen parecer y entender. Caudillo, es
decir, cabecilla político-militar, o militar-político para ser más exactos, que
se alza contra el orden establecido considerado ineficiente o perverso,
pretendiendo derrocarle. Un caudillo debía tener un poderoso carisma para que
gran parte del pueblo le apoyara y debía tener también la llave del poder
militar y económico para alcanzar sus propósitos. La era dorada de los
caudillos se remonta a los umbrales de la historia, cuando personas
excepcionales como Alejandro Magno, Gengis Kan o el Cid estaban iluminadas por
una idea – hoy decimos que tenían conciencia de un destino– que danzaba confusa
en el alma del pueblo sin conseguir alumbrarse. Un caudillo es por definición algo
temporal, cuya misión está ligada a una guerra, revolución o cruzada, ganada la
cual debe ceder el poder a una organización política bien definida y
contrastada en la época. La época de los caudillos es pues la época de la
precariedad de conciencia de un pueblo, que necesita que alguien con más luces
le dirija. Nuestro “Caudillo” nunca debió atribuirse ese apelativo, y si lo
hizo fue movido por una fantasía bélica infantiloide engordada en sus exitosas
campañas de África. Debió usar escuetamente, dada su vocación de permanencia,
el nombre de Jefe de Estado bajo un régimen de dictadura.
Los que se obcecan en volver al pasado, en volver a las
trincheras de la memoria, deberían tomar conciencia de que la lucha tiene lugar
ahora en un presente democrático donde la conciencia no es patrimonio de un
líder, un cabecilla o dirigente carismático, sino de todo el pueblo, cada vez más
armado con la información que las tecnologías de la comunicación ponen a su
servicio. Hoy los líderes, por llamarles algo, no son carismáticos sino
personas comunes sometidas al ojo de la crítica pública por sus hechos. Así es
la democracia, el gobierno del pueblo, aunque, perezoso como es siempre el
pueblo, delegue en su Presiente por unos cuantos años. Presidente, o sea, el
que preside o dirige una junta, reunión o asamblea, que es la que realmente
toma las decisiones. De Caudillo a Presidente va un largo trecho de
descentralización del poder y la conciencia de la realidad, y más trecho queda todavía
por recorrer hasta acabar con la ineficaz democracia representativa, nido de
corrupción, demagogia y desfachatez. Hoy día ser político es sinónimo de ser
demagogo, y no hay más que escuchar los mítines electorales para abochornarse
de la sarta de verdades a medias, de trampas argumentales o promesas imposibles
que se dirigen a los miembros del propio partido con el único objeto de exaltarles
y poder salir en televisión para captar una
parte de votos del alto volumen de indecisos, que ya pasan casi de todo a la
vista del desencantado panorama político.
La política debe estar directamente en manos del ciudadano,
y para ello hace falta crear corrientes de información soportadas en las nuevas
tecnologías que permitan el sufragio directo y universal en la mayoría de los
asuntos. El ciudadano dejará de ser un individuo observador al que se le
consulta cada cuatro años y pasará a convertirse en todo momento en agente
activo y responsable político. Parece una utopía pretender resucitar en nuestro
tiempo la democracia ateniense, asamblearia, en la que todos los ciudadanos
podían votar de manera directa. Pero aunque hacerlo en asamblea pública, a mano
alzada como lo hacían ellos, resulta imposible ya, las tecnologías de la
comunicación permiten llevarlo a cabo de manera rápida y efectiva. ¿Qué menos
que convocar treinta o cuarenta asambleas virtuales al año, como ellos las
convocaban físicamente, para decidir sobre los diferentes asuntos que afectan a
la marcha de la sociedad? Sociedad aquella de ciudadanos que ostentaban
directamente el poder servidos por meros administradores o funcionarios.