La historia de un pueblo es siempre una ficción, un relato más
o menos literario que exalta los sentimientos de sus gentes y les impregna de una
identidad propia frente otros pueblos. La historia es el mito necesario que
cohesiona una sociedad, junto con su lengua y su cultura. Y como todo mito, más
que valor de realidad tiene un valor de potencialidad. Es la energía que mueve
a los pueblos y los hace crecer.
Catalunya empezó a construir su mito nacional muy
recientemente, a principios del siglo XX, aunque el mito hunde sus raíces en el
catalanismo cultural romántico de finales del XIX. Es la misma época en que
aparece con fuerza el nacionalismo vasco, y es que ambos, así como otros de
diferentes regiones de la península, surgen como consecuencia de la idea
sociopolítica del nacionalismo, alumbrada con la revolución francesa y que fue socavando
las monarquías europeas que gobernaban a la vez varios países. Según ella, las
personas de diferentes pueblos deberían dejar de guardar fidelidad a un mismo
rey para guardarla a su nación, entendida ésta como el conjunto de gentes que
hablan la misma lengua, tienen las mismas costumbres y cultura, y habitan
históricamente un mismo territorio.
El que los nacionalismos vasco y catalán hayan sido los más
pujantes y duraderos en España se deberá seguramente a diversos factores de
difícil evaluación, y sin duda diferentes en ambos casos. Sí que tienen en
común la existencia de unas figuras carismáticas como Sabino Arana y Prat de la
Riba, respectivamente, que lograron construir un mito nacionalista potente y avivar
ese acervo de emociones que despierta el
paisaje, la etnia y la cultura de nacimiento. Tienen también en común un
desarrollo industrial elevado, siderúrgico en Vizcaya y textil en Cataluña, que
sin duda alentó en la época ese orgullo de ser mejores que el resto de España.
No entramos a juzgar la realidad de la historia catalana
vista desde su mito nacionalista, por más que abunde en manipulaciones y
visiones interesadas de los hechos, porque también el nacionalismo español, o
el vasco, por hablar de nuestro espacio peninsular, cojean del mismo pie. Respecto a la tan exhibida identidad catalana, es cierta su
existencia como lo es la aragonesa, vasca, gallega o andaluza, sin que eso
constituya un motivo de aislamiento y
separación. Los estados se han formado por incorporación de pueblos y culturas,
como señalaba Ortega, y lo esencial de un estado es que tenga un proyecto común
ilusionante para todos sus pueblos y una legislación única que garantice la
igualdad de derechos y deberes de todos los ciudadanos, pudiendo albergar
diferentes culturas y lenguas siempre que exista una lengua común. Pero un
estado de esa manera integrado debe mantenerse en nuestros días por acuerdo de
las partes y no por sometimiento, evaluando las ventajas de la unión frente a
la disgregación. Cuando las fuerzas sociales disgregadoras son más fuertes que
las integradoras, hay que replantear las leyes constituyentes.
Volviendo a Cataluña – ahora escrito en la lengua común–
deberían dejar de utilizarse espuriamente
los planteamientos nacionalistas que ya han quedado desenmascarados, primero
porque la historia es muy compleja y su interpretación se puede inclinar hacia el lado que
convenga en cada caso, y segundo porque no se trata de volver a la Edad Media
sino de avanzar hacia el futuro. Los catalanes, que siempre han sido tan
prácticos, no tendrían que dejarse arrastrar por ese sentimentalismo nacional
primitivo que necesita un oponente para existir. Cataluña ha tenido altibajos
en su desarrollo, pero el victimismo no soluciona los problemas de las épocas
de decadencia, de la mala administración o la política corrupta.
Un análisis muy lúcido Jesús, cn el que no puedo estar más de acuerdo-
ResponderEliminarUn abrazo, amigo.
Lola o guioomar, como gustes fotocopia
No había visto tu comentario hasta ahora, Lola, soy un despistado. Me alegro de que estés bien. Un fuerte abrazo.
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