Es bastante corriente afirmar hoy, como expresión de valor, que un libro te “engancha”. Y se supone que te
engancha y no te suelta desde el principio al final, obligándote a leerlo de un
tirón si tienes tiempo para hacerlo. La expresión es un síntoma de la cultura
que nos invade, la del entretenimiento, la dispersión y la superficialidad, como analiza Vargas
Llosa en su último libro “La civilización del espectáculo”. Hay tantos
requerimientos para nuestra atención que si algo no nos “engancha” enseguida,
lo abandonamos, ya que nos acosa la inquietud de que nos estamos perdiendo
otras muchas cosas. Por eso, un libro que engancha debe hacerlo sobre todo en
las primeras frases, a la manera del anzuelo que se clava en la boca del pez
atraído por el cebo. Así que todo novelista actual con pretensiones de triunfar
se esfuerza por perpetrar un arranque impactante; eso es lo que se lee en las
librerías cuando se ojea un libro. Pero
para que el libro siga enganchando, su acción no debe decaer, debe envolverte
en su dinámica sin permitir evadirte ni reflexionar; debe convertirte en un espectador
pasivo. Por ahí van los Best Sellers, la delicia de la literatura de evasión
para el gran público de nuestros días. Importa más la capacidad de distracción
que la calidad, al menos para decantar un volumen generoso de ventas.
¿Quién tiene hoy la paciencia de sentarse cómodamente a leer
una obra de calidad esperando encontrar en ella planteamientos y visiones del
mundo que aporten un enriquecimiento a la propia existencia? Muy pocos. Hoy no
se quiere saber nada porque se cree que no hay nada que saber. Se trata
simplemente de disfrutar el tiempo presente de la misma manera que se consume
un dulce o una copa. Se trata de entretenerse, no de crecer.
Hay algo, sin embargo, que llama la atención en la novela
actual, algo aparentemente contradictorio con esta cultura del entretenimiento.
Son las técnicas narrativas que alteran y dificultan el seguimiento cómodo del
relato. Se trata de la fragmentación y recomposición de la línea temporal, de
la aparición de diferentes narradores o puntos de vista, de la mezcla de
relatos que pueden confluir o no en algún punto, etc. Todo ello, salvo un
empleo inteligente de los recursos, que se da pocas veces, contribuye a hacer
la lectura engorrosa, a desorientar al lector, a obligarle a releer o tener una
memoria de elefante, a completar en suma un puzle tanto más difícil cuanto más
se ha espaciado la lectura. De esta manera se logra dar una sensación de complejidad
y enjundia a relatos que muchas veces son insulsos, pero que al menos
proporcionan al lector la oportunidad de distraerse intentando recomponer la
historia y sentirse satisfecho de sí mismo cuando lo logra. Seguimos pues en la
cultura del juego, del entretenimiento.
En cuanto a los contenidos, la actual literatura de usar y
tirar sigue las mismas veleidades comerciales que la ropa, es decir, que se
vuelven a poner de moda modelos que hacía tiempo no se cultivaban, como la
novela policiaca, la romántica, la negra o la pornográfica, sin que añadan nada
nuevo ni lleguen nunca a los niveles de calidad alcanzados en otras épocas.
Afortunadamente para las editoriales, la población se renueva y toma como nuevo
lo que ya tiene más años que el tebeo.
Libros que enganchan, pero sólo un momento, lo que dura su
lectura, y después se olvidan; no como las obras que se incorporan a nuestro equipaje
cultural y permanecen siempre vivas en
la memoria.
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