En una sociedad reducida, aldea o grupo primitivo, la gente
se conoce por las interacciones que tienen lugar en el transcurrir de la vida
en común. Pero el asunto se complica cuando la dimensión de grupo social es
grande, limitándose el conocimiento a nuestra manifestación en actos públicos,
conferencias, publicaciones, entrevistas, etc. Es entonces cuando la identidad
se constriñe a determinadas características de la persona, las que se ponen en
juego en la actividad pública.
Si hablamos de una persona sin especial significación
social, su identidad exterior estaría definida en su círculo familiar, amigos,
trabajo, etc. Y si gracias a las nuevas tecnologías ese círculo de conocidos se
amplía enormemente, como sucede en las redes sociales, veremos aparecer una
nueva identidad exterior sumamente frágil e incierta que se establece en base a
los contenidos personales que volcamos en la red. Se trata de una identidad
idealizada, manejada por el autor, una identidad de “personaje”. Y es aquí
donde entran en juego con toda intensidad los conocidos “selfies”. Una imagen
vale más que mil palabras, reza un antiguo proverbio chino refiriéndose a su
valor descriptivo, sin sospechar el fenómeno actual del selfie en el que dicho
valor queda reducido al de una máscara. Hoy que se ha perdido la capacidad de
discurso, cuando lo que se escribe generalmente en las redes son frases cortas,
descuidadas, comentarios avaros de palabras como si no tuviéramos tiempo de
nada, el valor comunicativo del selfie, aunque falso, ha cobrado gran
importancia para contribuir a la creación de nuestra identidad exterior. Pero
el selfie es una gota, un reflejo de sol sobre el agua, que dura un instante aunque
tenga intención de eternidad. Es más espontáneo que un autorretrato cuidado
pero su contenido es mucho más efímero y engañoso.
Vivimos tiempos en que la propia imagen ha acaparado no sólo
la identidad exterior sino la interior, tiempos en que muchos se reconocen a sí
mismos a través de sus imágenes digitales en la pantalla del smartphone. Y uno se pregunta si la máxima “conócete
a ti mismo” no se ha quedado obsoleta, si existe un conocimiento más completo
de uno mismo visto desde los ojos de los demás o cada vez esos ojos exteriores
ven menos, menos incluso que uno mismo. La identidad se está disolviendo entre
los bits de las nuevas tecnologías y vuelve a resurgir la vieja duda metafísica,
ahora con menos contenido metafísico: ¿La realidad es sólo lo que vemos o
existe un mundo desconocido del que surgen apariencias?
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