Los mendigos y pedigüeños han existido siempre y en todos
los lugares. Famosa es la novela picaresca española del siglo XVII, y
posteriormente las de otros países europeos. Y a lo largo de nuestra vida,
hemos visto a los mismos pedigüeños profesionales que proliferan hoy día, con
más intensidad ahora si cabe debido a la crisis económica. Especialmente en
estas pasadas fiestas navideñas, parece que se hubieran multiplicado,
decididos a aprovechar ese sentimiento de fraternidad y generosidad que las
Navidades propician. Es en este tiempo humanizado cuando las emociones anulan
la capacidad crítica y la gente se vuelve benévola y caritativa, dispuesta a
dejarse llevar por ese conocido proverbio de “haz bien y no mires a quién”.
Claro que en puridad, el proverbio se refiere a no considerar si el beneficiado
es amigo o enemigo, conocido o desconocido, pero con la premisa siempre de que se le hace un bien. Pero a los
mendigos profesionales ¿se les hace un bien o simplemente se contribuye a que
recauden un sueldo que supera muchas veces el que ganan trabajadores
convencionales en condiciones duras y escasamente pagadas? En la actualidad,
con un paro de una persona por cada cuatro, el ser mileurista ya no es una maldición,
sino una suerte. Pero un mendigo profesional un poco hábil duplica este sueldo
sin más esfuerzo que permanecer unas cuantas horas en un lugar estratégico y
conocer bien el oficio. Ocioso es hablar de las artes que emplean, simulando
invalideces y desgracias, llevando niños adormecidos que no son suyos y están
sedados para que no molesten o parezcan enfermos, mostrando carteles donde
anuncian su desgracia y que están diseñados por terceros devenidos profesionales en ese
arte; y ocupando puestos que han sido asignados por mafias que controlan la
zona y que reciben parte de lo recaudado. Todo el mundo conoce estas prácticas,
aunque muchos ingenuos siguen ignorándolas, y son de hecho el público objetivo
de este negocio que no paga impuestos.
Sin embargo, hay que tener cualidades para ser un buen
mendigo, y no vale cualquiera. Como ejemplo, un negrito que se aposta a la
puerta de un gran almacén de mi barrio, gordo como un tonel, y que comete la
torpeza de pedir “para comer”. Un día se lo dije, que para qué quería comer más
con lo gordo que estaba, pero o no me entendió o se hizo el loco.
Pero hay mendigos que están verdaderamente necesitados por
diferentes causas, aunque quedan excluidos de los circuitos y puestos
tradicionales de la mendicidad, y consiguen sobrevivir a duras
penas. Entre estos hay casos ejemplares, como esos que no piden, que se limitan
a estar ahí, mostrando su condición pasivamente y confiando en la iniciativa de
los transeúntes. Ante la situación económica que sufrimos, son muchas las
personas se han echado a la calle –o las han echado– para buscarse la vida. Y
la cuestión es saber distinguir entre el mendigo de profesión, de toda la vida,
y el coyuntural o el desposeído de verdad. Lo malo de esta situación de auténtica
pobreza, es que si dura, existe el riesgo de que el pobre acabe aprendiendo la
profesión, y animado por el beneficio, se introduzca plenamente en ella, utilizando
todas las artes y recursos del negocio, y entregándose a las mafias. Se ha dicho con descaro por
algunos trabajadores de la mendicidad, que cumplen una función social: la de
dar oportunidad a la gente de ejercer la caridad, sentimiento tan reconfortante
que debe ser bien pagado. Y cierto es que hay personas que siguen tan a
ciegas la máxima de “haz bien y no mires a quién”, que posiblemente tengan
razón.
De todas maneras, y dado el reparto tan desigual de la
riqueza en nuestras sociedades, el que los ricos mantengan una población pasiva
de pedigüeños profesionales no es tan gravoso como pudiera pensarse. En la antigua
Roma, se mantenía a la plebe a expensas del Estado, y se les entretenía además
con juegos circenses frecuentes. Después
de todo, eran ciudadanos romanos, y no todo el mundo podía ser rico, bien por
privilegiado origen familiar o por habilidad e inteligencia propias. Lo malo en nuestros días es que
a los verdaderos pobres se les atiende mal, usurpados sus derechos por los
pícaros de la mendicidad. El Estado debería acabar con esta lacra, y hacerse
cargo de los desposeídos por igual. Es el chocolate del loro en los presupuestos
del Estado. Se calculan unos treinta mil indigentes en España, muy poca cosa
comparado con el número de políticos y funcionarios ociosos e ineficaces a los
que también mantiene el Estado.
Escelente opinion se agradece la claridad meridiana desmontando creencias urbanas
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