Pero volvamos al título y abordemos el asunto del coste de
la cultura. Y me refiero estrictamente al “coste”, no al precio a que se vende.
Si no completamente gratuita, lo que es casi imposible dentro de la estructura
comercial y el sistema productivo en el que estamos, sí que al menos podría ser
más barata, mucho más barata, gracias a las nuevas tecnologías que reducen
muchísimo los costes de producción y distribución. Sólo nos quedaría por
abaratar la parte más delicada, la remuneración del autor. Es obvio que en la
mayoría de los casos el autor pretende ganarse la vida en todo o en parte con
su arte, y que está contaminado hasta la médula de esa máxima capitalista que afirma
que el tiempo es oro, de más o menos quilates según la valía del autor, la cual
se mide en el “mercado” por la demanda que genera en base a su propio prestigio
y a las hábiles campañas publicitarias lanzadas por el sector que más se
beneficia del “negocio” de la cultura: las editoriales, las discográficas, los
“productores”. Porque no nos engañemos, la obra es con mucha frecuencia un pretexto,
una baratija envuelta en los colores de la publicidad con la que los
productores se llenan los bolsillos. ¿Y
dónde se ha quedado entonces la cultura, la verdadera cultura?, ya que para
hacer negocio la obra tiene que alcanzar a las masas consumidoras, que tampoco
buscan la calidad auténtica, sino lo excitante más básico, lo de moda, lo que pueden
relacionar con la actualidad más banal. La cultura, así, se ha quedado en la
cuneta. Que no nos embauquen pues con el respeto a la remuneración del
“creador”, pues es claro que estamos hablando en la mayoría de los casos de los
trabajadores de la falsa cultura pagados por los negociantes. Todo coincide,
todo son eslabones de la cadena económica. Y este entramado se ve como positivo
desde las instancias del Estado, ya que la “cultura” es en realidad otra rama
más del producto interior bruto, a la que hay que favorecer. No nos extrañemos
entonces de que el Estado vele por imponer cánones y compensaciones a la
industria de la cultura, que pagaremos todos, incluso sin haber comprado la
mercancía.
Por respeto a los
autores que escriben por auténtico placer creador, y con verdadera calidad aunque
con remuneración mínima, habría que eliminar de nuestro vocabulario la famosa
frase de los “derechos de autor”, que es un eufemismo para referirse en
realidad a los derechos del “productor”, es decir, de las editoriales y
discográficas, que son las que se llevan la parte del león en este negocio. Es más honesto
usar el término anglosajón de “copyright”, el derecho a producir copias.
A Dios gracias, la técnica ha entrado en contradicción
dentro del sistema con su hermana la economía, y está permitiendo el
abaratamiento sin precedentes de los costes de los productos culturales, que
circulan por las redes digitales a precios mínimos e incluso gratis. Y si el
panorama comercial no cambia y se ajusta a la nueva realidad, es en las redes
digitales donde quizás se vaya a refugiar la verdadera cultura, que es aquella
que no nace bastarda del dinero sino del auténtico placer de crear en libertad.
Vivimos tiempos en que el sistema económico anda exacerbado y se ha apropiado
de la cultura, convirtiendo en riqueza económica lo que debía seguir siendo
riqueza cultural. Y es una pena que el Estado deje la cultura en esas manos. Porque
quizás haya llegado ya el momento de pensar en extender el concepto de
biblioteca pública tradicional, donde pueden leerse de manera gratuita todos
los libros que se publican, al concepto de biblioteca pública virtual,
soportada en la red e igualmente gratuita. Al menos la tecnología lo permite. La
difusión de la cultura redunda en beneficio de toda la sociedad, y el restringirla
para obtener elevados rendimientos económicos es profundamente inmoral. Pienso que se crearía
menos entonces, pero se crearía calidad, verdadera cultura.
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