
Mucho se ha hablado desde el concilio Vaticano II de la
renovación de la Iglesia, de su puesta al día, de asumir su papel dentro de una
sociedad que ha cambiado tanto. Pero no se ha avanzado lo suficiente, y
Benedicto XVI no ha contribuido demasiado a ello. La fuerza de las cosas no
tolera bien la inmutabilidad de las estructuras y sabio es el dicho “adaptarse
o morir”. Aunque en algunos contextos haya que mantener la verdad hasta la
muerte, malo es que una institución que aspira a la universalidad vaya
perdiendo sus fieles por ser demasiado dogmática, rígida en sus preceptos, anticuada en sus concepciones.
Quizás el Papa ha dejado con su renuncia un mensaje de
cambio valiosísimo, que no acertó a plasmar en su ministerio, una última
aportación en su empeño por la continuidad de la Iglesia: volverse humano,
exclusivamente humano como cualquiera. Parece estar diciendo, aun a pesar suyo,
que así tiene que ser la Iglesia, más
cercana a los problemas actuales de la gente, comprometida en sus caminos
aunque muchas veces sean equivocados, porque detrás de ellos está el hombre, el
hombre real con sus desaciertos y debilidades.
Sea cual sea el motivo real de su renuncia, el tiempo que
llega nos dirá, en la persona del nuevo Papa elegido, lo que la Iglesia proyecta
para su futuro.